La habitación estaba tan fresca que no daban ganas de salir, pero su
pierna le pedía a gritos un poco de ejercicio. Cuando sale del hotel pudo
sentir en todo el cuerpo el golpe de calor abismal, parecía que el infierno
había cambiado de domicilio y ahora estaba en Buenos Aires. Atardecía pero el
fresco nocturno se hacía desear. Encaminó hacia la plaza Almagro que le quedaba
cerca. Mucha gente se congregaba por distintos motivos, algunos paseaban a sus
perros, otros corrían, los padres con los niños en los juegos y nunca faltaban
los vendedores de ilusiones que vociferando ofrecían desde molinetes para los
más chicos hasta helados y garrapiñadas para todo el mundo.
Dio un par de vueltas a la plaza y luego se sentó en un banco a
descansar y pensar. Estaba esperando el llamado de su amigo para que le dé el
expediente, sus expectativas eran muy altas, tenía un atisbo de sospecha de quién
era y el porqué del modus operandi del asesino.
Tanto tiempo estuvo en ese estado de pensamiento profundo que no se dio
cuenta que hacía tiempo había cerrado la noche. Poca gente quedaba en la plaza.
Cruzó enfrente en donde había una fiambrería artesanal muy buena y
barata, compró baguette y unos salamines para acompañar con una cerveza. Caminando
por el empedrado muy despacio, teniendo cuidado en donde apoyaba el bastón. Las
calles de Baires eran muy peligrosas.
Estando ensimismado con los pozos y los pocos autos que transitaban el
barrio tuvo una epifanía. Alguien lo seguía, no era una sospecha, era real. Los
pelos de la nuca se le erizaron, era una sensación nueva para él, sentía miedo.
Se frenó en seco en una esquina y comenzó a sudar frío en la frente, no sabía qué
hacer. Si le seguían, era porque sabían donde vivía, jamás sería algo casual y
no era un ladrón circunstancial. El que venía detrás de él, era alguien que
estaba acostumbrado a seguir.
Tanteó el bolsillo del pantalón sabiendo que la pistola que buscaba la
había dejado en el hotel. No había forma de escapar.
Cambió el rumbo y subió un par de cuadras como para despistar que iba
al hotel, quizá tendría un cómplice que estuviera esperando que llegara. A media
cuadra de donde estaba había un volquete lleno de bolsas de basura, a pesar de estar
tan lejos el aire le llevaba el aroma inconfundible a podrido, en su mente
soltó una maldición hacia el jefe de la ciudad que no le pagaba los sueldos a
los basureros.
Al llegar a la montaña de basura pude ver que de una bolsa rota y
desparramada en el piso asomaba una botella de vino rota, al pasar aprovecho el
escudo que le hacía el volquete se agacha y toma un pedazo de vidrio. Sigue caminando
como si nada, cruza por la mitad de la cuadra y cuando la obscuridad de los
árboles y la falta de electricidad de esa cuadra le dan cobijo se frena de
golpe y mira hacia atrás.
Un hombre de mediana edad caminaba a veinte metros de distancia mirando
en dirección en donde él estaba. Pudo ver como su cabeza se ladeaba a un lado y
al otro buscándolo, se paró y retrocedió hasta la pared de un edificio en estado
de alerta.
Recién ahí pudo observar atentamente
a su perseguidor. Amparado en la obscuridad se sentía seguro, pero si el
hombre decidía avanzar le vería.
Los dos estaban en una encrucijada, podrían estar horas así esperando
quien daba el primer paso de salir o enfrentar. Como el dicho dice “el que pega
primero pega dos veces”, decidió ser él quien avanzara.
Salió a la luz de la calle y avanzó directamente hacia el hombre. Envolvió
en su mano la bolsa con las compras como para usarla de escudo, como
antiguamente hacían los gauchos con el poncho cuando debía usar el facón en
alguna trifulca.
El otro reaccionó enseguida y con el brazo apuntando hacia el suelo
salió a su encuentro.
Se dio cuenta que de ese brazo pendía un arma corta, por eso lo llevaba
casi inmóvil.
Estando a dos metros pudo reconocer al hombre que mientras comían una
pizza con su amigo unos días atrás le observaba sin disimulo.
El hombre no movió ni un milímetro su arma, solo apuntaba al suelo,
demostrándole que no le mataría, pero que si quería lo podría hacer. Esto lo
sabía, porque él mismo había tenido esa actitud cientos de veces.
—Tenemos que hablar —le dice, mientras guarda el arma en la sobaquera.
El lisiado mira su bolsa con el pan y los salamines, suspirando por la
pérdida arroja la bolsa en el contenedor de mugre y se va con el desconocido,
rengueando y secándose el sudor de la frente. Una farmacia cercana marcaba treinta
y siete grados de temperatura en un cartel.
—Maldita Buenos Aires —dijo en voz alta.
ufff no podia dejar de leer casi sin respirar!GENIAL ! -. abrazos .
ResponderEliminarpasa a veces, es conveniente respirar al leer.
Eliminarhaaaber sabido !!!lo voy a tener en cuenta para el décimo tercero! antes de ponerme azul ... respiro!! abrazos !
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