jueves, 8 de noviembre de 2012

12° CAPITULO



La habitación estaba tan fresca que no daban ganas de salir, pero su pierna le pedía a gritos un poco de ejercicio. Cuando sale del hotel pudo sentir en todo el cuerpo el golpe de calor abismal, parecía que el infierno había cambiado de domicilio y ahora estaba en Buenos Aires. Atardecía pero el fresco nocturno se hacía desear. Encaminó hacia la plaza Almagro que le quedaba cerca. Mucha gente se congregaba por distintos motivos, algunos paseaban a sus perros, otros corrían, los padres con los niños en los juegos y nunca faltaban los vendedores de ilusiones que vociferando ofrecían desde molinetes para los más chicos hasta helados y garrapiñadas para todo el mundo.
Dio un par de vueltas a la plaza y luego se sentó en un banco a descansar y pensar. Estaba esperando el llamado de su amigo para que le dé el expediente, sus expectativas eran muy altas, tenía un atisbo de sospecha de quién era y el porqué del modus operandi del asesino.
Tanto tiempo estuvo en ese estado de pensamiento profundo que no se dio cuenta que hacía tiempo había cerrado la noche. Poca gente quedaba en la plaza.
Cruzó enfrente en donde había una fiambrería artesanal muy buena y barata, compró baguette y unos salamines para acompañar con una cerveza. Caminando por el empedrado muy despacio, teniendo cuidado en donde apoyaba el bastón. Las calles de Baires eran muy peligrosas.
Estando ensimismado con los pozos y los pocos autos que transitaban el barrio tuvo una epifanía. Alguien lo seguía, no era una sospecha, era real. Los pelos de la nuca se le erizaron, era una sensación nueva para él, sentía miedo. Se frenó en seco en una esquina y comenzó a sudar frío en la frente, no sabía qué hacer. Si le seguían, era porque sabían donde vivía, jamás sería algo casual y no era un ladrón circunstancial. El que venía detrás de él, era alguien que estaba acostumbrado a seguir.
Tanteó el bolsillo del pantalón sabiendo que la pistola que buscaba la había dejado en el hotel. No había forma de escapar.
Cambió el rumbo y subió un par de cuadras como para despistar que iba al hotel, quizá tendría un cómplice que estuviera esperando que llegara. A media cuadra de donde estaba había un volquete lleno de bolsas de basura, a pesar de estar tan lejos el aire le llevaba el aroma inconfundible a podrido, en su mente soltó una maldición hacia el jefe de la ciudad que no le pagaba los sueldos a los basureros.
Al llegar a la montaña de basura pude ver que de una bolsa rota y desparramada en el piso asomaba una botella de vino rota, al pasar aprovecho el escudo que le hacía el volquete se agacha y toma un pedazo de vidrio. Sigue caminando como si nada, cruza por la mitad de la cuadra y cuando la obscuridad de los árboles y la falta de electricidad de esa cuadra le dan cobijo se frena de golpe y mira hacia atrás.
Un hombre de mediana edad caminaba a veinte metros de distancia mirando en dirección en donde él estaba. Pudo ver como su cabeza se ladeaba a un lado y al otro buscándolo, se paró y retrocedió hasta la pared de un edificio en estado de alerta.
Recién ahí pudo observar atentamente  a su perseguidor. Amparado en la obscuridad se sentía seguro, pero si el hombre decidía avanzar le vería.
Los dos estaban en una encrucijada, podrían estar horas así esperando quien daba el primer paso de salir o enfrentar. Como el dicho dice “el que pega primero pega dos veces”, decidió ser él quien avanzara.
Salió a la luz de la calle y avanzó directamente hacia el hombre. Envolvió en su mano la bolsa con las compras como para usarla de escudo, como antiguamente hacían los gauchos con el poncho cuando debía usar el facón en alguna trifulca.
El otro reaccionó enseguida y con el brazo apuntando hacia el suelo salió a su encuentro.
Se dio cuenta que de ese brazo pendía un arma corta, por eso lo llevaba casi inmóvil.
Estando a dos metros pudo reconocer al hombre que mientras comían una pizza con su amigo unos días atrás le observaba sin disimulo.
El hombre no movió ni un milímetro su arma, solo apuntaba al suelo, demostrándole que no le mataría, pero que si quería lo podría hacer. Esto lo sabía, porque él mismo había tenido esa actitud cientos de veces.
—Tenemos que hablar —le dice, mientras guarda el arma en la sobaquera.
El lisiado mira su bolsa con el pan y los salamines, suspirando por la pérdida arroja la bolsa en el contenedor de mugre y se va con el desconocido, rengueando y secándose el sudor de la frente. Una farmacia cercana marcaba treinta y siete grados de temperatura en un cartel.
—Maldita Buenos Aires —dijo en voz alta.

3 comentarios:

  1. ufff no podia dejar de leer casi sin respirar!GENIAL ! -. abrazos .

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. pasa a veces, es conveniente respirar al leer.

      Eliminar
    2. haaaber sabido !!!lo voy a tener en cuenta para el décimo tercero! antes de ponerme azul ... respiro!! abrazos !

      Eliminar