viernes, 22 de marzo de 2013

19º CAPITULO



Se dio vuelta pero ya era tarde, el frío acero rasgaba su carne buscando hacer el mayor daño posible. Su olfato lo puso a la defensiva, pero esa mujer era el mismo Lucifer disfrazada de Súcubo y sus encantos eran tan fuertes como su locura e inteligencia.
En ese instante creyó que se orinaba encima, pero se dio cuenta que era su sangre la que inundaba el piso. Se miraron a los ojos, el hombre no se quejaba de dolor, estaba en el punto que el dolor abandona la mente  y el cuerpo para dar la paz que antecede a la muerte, es un momento, un suspiro, pero la mente tiene la capacidad para darse cuenta de lo inevitable y entregarse, no doblegarse. Aceptando la muerte.
Ese minuto ella sostuvo al hombre que se hubiera derrumbado sin el apoyo. Sabía que el cuchillo hacía bien su trabajo, medía veintiún centímetros y era usado para las autopsias.
Con el último aliento amago sacar su pistola de la sobaquera, pero esta intención se disolvió como la lluvia de verano.
Mientras caía al suelo, la mujer comenzó a limpiarse la sangre de las manos con una toalla embebida en solventes, ninguna huella ni adn quedaría de ella.
El asesino llegó a la plaza en donde se encontraban para urdir los últimos detalles del plan. Divisó una figura sentada en el piso, apoyada levemente en un árbol. Pero lo que le llamó la atención era la postura de la persona, una inclinación hacia un costado. Conteniendo la respiración rengueo subiendo la loma que llevaba hasta le lugar.
El charco de sangre que goteaba en el césped era enorme, el sabía de esto. Se acercó lentamente y una mueca de fastidio se presentó en sus labios. Hurgó entre las ropas del cadáver y saco un sobre tinto en sangre, dentro estaba la información que necesitaba. Miró alrededor, el ocaso ensombrecía la plaza, las luces aún no se encendían. Era ese momento que no es de día ni de noche. Amparado en las sombras se retiró por donde vino.
Ya más tranquilo en la calle tiró el sobre rojo de sangre en un container de basura y caminó hasta la esquina en donde un bar ofrecía sus servicios con mesas en la vereda. Se sentó de espaldas a la pared y leyó la hoja que tenía en sus manos. Una sonrisa se pintó en su cara.
Ya tenía todo lo que quería, no necesitaba más. Sacó el celular e hizo una llamada a un abogado conocido, era el que le llevaba sus papeles, organizó una cita.
Mientras fumaba un cigarrillo se tomó un café. El mozo se acerca para dejarle el ticket de pago.
—Esas cosas matan —le dice señalando el pucho. Mientras toma un cenicero vacío de la mesa de al lado para dejárselo.
—Es verdad —contesta.
Pero el mozo ya estaba atendiendo a otros clientes.
La risa desconcertó a los que estaban cerca de él. Se reía solo, pero no era eso lo que llamaba la atención. Buenos Aires esta lleno de locos.
Era la risa.