El
asesino hizo una llamada. Una hora después recoge un paquetito dejado
discretamente debajo de un banco en la plaza en donde estaba. Lo tomó y camino
hasta otro banco, debajo de el pegó un sobre con dinero. Creía que sería su
última compra así que le dejó un buen dinero por los servicios que siempre le
prestó.
Un
hombre miraba a lo lejos, no perdía de vista al asesino con bastón. Este se
alejó, pero cada tanto disimuladamente miraba a ver si le seguían. Enseguida se
dio cuenta que tenía una sombra.
Sigue como
si nada, para en un kiosko y compra cigarrillos. Se toma su tiempo para abrir
el paquete y saborear la primer pitada del pucho. El humo se pierde entre los
árboles de Buenos Aires. Mira la calle adoquinada y suspira, el bastón se
resbalaba mucho sobre las piedras negras. Siguió caminando hasta que paró un
taxi y le pidió que lo lleve al cementerio de la recoleta.
El viaje
duró unos quince minutos. Al pagar casi
ni rezongo por lo que medía el taxímetro, seguro era otro aparato “arreglado”
por el tachero. Al bajarse volvió a sentir ese golpe de calor que era típico de
la ciudad. En ninguna otra parte de la Argentina lo sentiría. Solo cuando estuvo un
tiempo en Israel había sentido algo parecido. Esa última vez había ido a
realizar un trabajo. Pero era algo personal.
Años
atrás un joven asesino que había sido su discípulo había cruzado la barrera que
no se rompía jamás. Cinco años después de lo sucedido, pudo tomar venganza. Más
que venganza era cerrar un círculo. Para que los otros vean lo que pasaba si le
perseguían. Ese asesino había matado a su amor.
Mientras
lo torturaba, le recordaba quien era él. La foto de ella que le había sacado
una vez en una cabaña.
Con un
bisturí eléctrico escribió su nombre en la piel. Mientras cortaba la
electricidad iba cauterizando la herida y después le arrancó la piel con una
pinza. Terminado ese trabajo, le mostró su obra de arte, con una sonrisa. Lo
que te queda de vida y lo que sufrirás en la otra, recordarás siempre este
nombre le dijo.
El
joven, no podía gritar, horas atrás le había arrancado la lengua. También le
despellejó la planta de los pies. Así de grande era el odio que tenía por ese
hombre. Cada tanto le inyectaba adrenalina, no quería ni que se desmayara. Así
estuvo dos días completos con sus noches torturándolo. Cuando se canso y él
mismo estaba bañado en sangre, tomó varios clavos y los fue clavando uno a uno
metódicamente en la cabeza, sin que la punta de estos penetrara el cerebro. Una
vez finalizado, agarro una madera redonda, la apoyo en la cabeza de los clavos
y de un solo martillazo entraron todos juntos en la masa cerebral.
La
convulsión duro unos segundos, que él supo fueron eternos para el asesino de su
amada.
Era el
único que faltaba, el único que había escapado.
Se
despabiló de ese recuerdo sacudiendo la cabeza, compró un agua mineral y un
paquete de galletitas en el kiosko de la esquina del cementerio.
Al
entrar se encontró con una cantidad enrome de gatos, siempre están ahí. Son los
guardianes de los muertos. La mayoría durmiendo al fresco de la sombra de las
tumbas, el resto caminando por ahí sin rumbo seguro. Como si buscaran algo.
Ahora el
mismo se sentía como el ratón que no sabe donde esconderse ante la presencia de
un felino. Sabía que alguien le seguía muy de cerca, ya no le importaba el motivo,
solo quedaba esperar su movimiento y ahí mismo, encontraría su sombra el amargo
suspiro de un par de balas en el estómago.
Rengueo
por el costado del cementerio, bordeando el muro. Conocía muy bien el lugar.
Era un laberinto, especial para que alguien se pierda y esa sería la
oportunidad que ahora estaría buscando.
Siguió
caminando hasta que llego a una tumba masón, una sonrisa asomó en su cara.
De
pronto el hombre no lo vio más, media hora lo estuvo siguiendo por el
cementerio, tenía la certeza que no le había visto, pero con ese asesino sabía
que había que tener cuidado. Muchos que lo buscaron nunca volvieron. Era casi
un fantasma, no dejaba huellas de su paso, pero el dato que tenía era bueno,
alguien le había visto en Buenos Aires.
Esperó
en la esquina de un mausoleo, miró a los costados y no lo vio, apoyó la espalda
contra la pared, pero ya era tarde. Escuchó el característico plop que hace una
bala cuando el arma tiene un silenciador. Todo se puso blanco, no oyó el
segundo disparo, pero siento como sus tripas se licuaban ante el paso del
proyectil. Una tercera bala al corazón terminó el trabajo.
El
asesino levantó el cuerpo antes que la sangre manchara de más el suelo, lo
arrastro unos metros hasta una tumba de la cual él tenía llave. Lo empujó por
la escalera que daba al subsuelo. Constató que estuviera muerto.
Guardó
la pistola y los cargadores, la mochila y sus credenciales. Se guardó en el
bolsillo el paquetito que se había llevado de la plaza.
Antes de
salir escucha atentamente, ni un suspiro se oía. Cierra la puerta, pone otra
vez la cadena con el candado, ese lugar no sería visitado por nadie jamás.
Se comió
una galletita mientras el bastón bailaba en las baldosas rotas. Miró hacia
atrás, un par de gatos lengüeteaban el charquito de sangre que había quedado.
No podía
ser mejor pensó mientras comía una galletita e iba al encuentro final con la
asesina.