Carolina
estaba desconcertada, hacía rato que él debería haber llegado. Con fastidio le
envía un mensaje de texto. Esperando la respuesta guarda sus cosas en la
mochila para ir al hotel.
Al no
contestarle, el fastidio se transforma en preocupación. Su instinto le esta
advirtiendo de algo. El instinto de
supervivencia le esta poniendo en alerta, que algo no anda bien.
Mientras
caminaba en su mente iba recordando y rememorando situaciones, detalles,
imágenes. Cada paso que daba se hundía más en su cerebro y el entorno dejo de
existir, era ella sola y los indicios.
Indicios,
la parte más importante de un investigador, ella no lo sabía, pero su mente si.
Comenzó la sospecha, esa vocecita que suena en la cabeza y hace que prestemos
atención a situaciones comunes, normales, que de eso no tiene nada. Cada
interacción con alguna persona deja algo, una marca o huella en el
inconsciente, su mente estaba poniendo orden a las ideas, a los pensamientos,
para tener un resultado.
Unas
cuadras antes de llegar al hotel, se paró en una esquina, el semáforo ya había
cambiado a verde, pero ella ni se inmutó. Estaba pérdida, ensimismada en los
recuerdos.
Y tuvo
una epifanía.
De
manera calmada, muy calmada, saca de su bolso la cámara digital, se pone en
pose con una sonrisa y se saca una foto de frente, y de fondo la vereda por
donde venía caminando.
Revisa
la foto, su cara aunque sonriente, demuestra miedo, pero lo importante de la
imagen no era ella, era ver detrás de ella.
A veinte
metros, apoyada en la pared de una casa estaba esa mujer, la del cementerio.
Instantáneamente
un escalofrío recorrió su cuerpo, los pelos de la nuca se erizaron por el
pánico. Iba a gritar y empezar a correr. Y en ese momento una mano la toma del
brazo.
Se
desvaneció por el terror.
—
¿Tanta emoción de
verme que te desmayas? —Le dice sonriendo sarcásticamente.
—
¡Qué
salame sos che! Que susto me diste.
—
Estuviste
todo el día sacando fotos con este calor, era inevitable que te bajara la
presión.
—
No fue
por el calor precisamente —contesta ella, mirando por la ventanilla del taxi.
—
Agradece
que justo pasaba este caballero que amablemente me ayudó a levantar tu
humanidad, con el bastón mucho no puedo hacer.
El conductor la
mira por el espejito retrovisor, le guiña un ojo y le regala una sonrisa de
costado. Bien porteño el tachero.
—
¿Vamos
al hotel? —pregunta algo somnolienta.
—
Si mi
amor, allá vamos —dice suspirando como si algo le pesara en el pecho.
Ella se quedó
muda, ¿había oído bien? ¿Le dijo amor? Estos pensamientos le llevaron a una
modorra que la dejó casi dormida. Le costaba pensar. Quería dormir, mucho.
Cuando llegaron al
hotel ella ya dormía profundamente en sus brazos. El taxista amablemente le
ayudó a bajarla y llevarla hasta la habitación, le acomodaron en la cama y se
retiraron sin hacer ruido.
El taxista se
llevó una buena propina.
La miraba dormir,
su pelo desparramado en la almohada, si tuviera el pelo rubio parecería una
Valkiria.
Le quedaba poco
tiempo de vida. Pensaba si esa vida la pasaría con ella, regalándole sus
últimos momentos o desaparecer y evitarle el trago amargo de la muerte en un
ser amado.
Se preparó una
bebida, sacó la Glock
17 y la puso arriba de la mesa, mientras Carolina dormía el desarmaba el arma,
la limpiaba, engrasaba y volvía a armar.
El ruido del
encastre del arma la despertó. Se incorporó en la cama y miró a su hombre,
sentado en la silla, un brazo apoyado en la mesa y el otro brazo colgando a un
costado y en la mano la pistola.
El color fue
desapareciendo de su rostro, tragó saliva que parecía que no quería pasar por
la garganta y le preguntó.
— ¿Vas a matarme?
—dijo con voz temblorosa y sin poder dejar de mirar esa pistola.
El hombre se
levanta, toma el bastón y renguea hasta la cama, apoya el arma sobre el
acolchado y se sienta a un costado de ella.
—Es hora de hablar
—le dice él casi en un susurro.
La habitación
comienza a girar, el calor sube a la cara, la cabeza estalla en mil estrellas,
los ojos dejan de ver y el cuerpo se desmorona como hielo derretido. Se desmayó
otra vez.
Acomoda las
sábanas y las almohadas, satisfecho por esto, se sienta a la mesa a escribir
una breve carta. Le llevó un tiempo describirle quien era realmente, no pensó
que su profesión le traería hasta aquí. Cuando terminó juntó algunas cosas en
un bolso, dejó la carta en la mesa y bajó al vestíbulo. Le dejó indicaciones al
conserje y salió al calor nocturno de Buenos Aires. Comprobó una vez más que la
pistola estuviera en su lugar, el silenciador en el bolsillo y un pequeño
cuchillo en la cintura.
Tenía un trabajo
que hacer.
Sería el último.
wawww que buena sorpresa es leer el capitulo 20! la ansiedad de seguir leyendo es inmensa!!!!!! un gran,gran abrazo
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